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La Orquesta Mundial de Juventudes
Musicales, en una actuación de 1983. (FLORIAN PROFITLICH) ampliar
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La Orquesta Mundial de Juventudes Musicales (OMJM) nació en
1970, y residió en su primera fase en Canadá. Sus 34 años de
historia son ya leyenda. Inspiró una forma de hacer cuyo
modelo ha sido retomado por numerosas orquestas de jóvenes, y
siempre con un éxito tan arrollador que uno se pregunta si no
sería conveniente que las orquestas profesionales se
interroguen sobre ello. En nuestro país, por ejemplo, la Joven
Orquesta Nacional de España (JONDE) acaba de cumplir los
veinte años haciendo gala de una asombrosa vitalidad. Y tras
ella han nacido en torno a una docena más en comunidades
autónomas con felices resultados. ¿Qué hace tan especial a
este modelo? Se trata de juntar a un número suficiente de
músicos jóvenes con un puñado de profesores en encuentros
periódicos en los que estudian y trabajan en régimen
generalmente de internado, y tras el encuentro, una serie de
conciertos o una gira. El resultado no sólo es pedagógicamente
deslumbrante (hoy es reconocido que esta cantera ha
transformado el paisaje orquestal español), es que los
conciertos alcanzan un nivel que compite profesionalmente con
los mejores colectivos y ha atraído como un imán a los
directores más célebres. Pero si el modelo es simple, debe
haber otro secreto, y éste no es otro que la juventud y sus
valores.
Y a través de este
secreto, la historia de la OMJM nos conduce a uno de
los movimientos culturales más impresionantes del siglo XX en
Europa. La historia comienza en Bruselas en plena ocupación
alemana (1940). Un hombre iluminado, Marcel Cuvelier, director
de la Sociedad Filarmónica, busca una fórmula para sacar del
marasmo las actividades culturales sin implicarse en la
"normalización" nazi. A base de tanteos, y sin perder de vista
el vitalismo del movimiento boy scout, sueña con una
serie de conciertos "por los jóvenes y para los jóvenes". El
éxito desborda las expectativas gracias a una red de miembros
que hacen del militantismo musical un auténtico remedo de la
acción social que el ejército ocupante no les tolera. Tras la
guerra, la semilla está echada y en fecha tan temprana como
1946, Bélgica y Francia fundan conjuntamente la Federación
Internacional de las Juventudes Musicales y Cuvelier constata
con emoción mal disimulada el resultado: "La actividad de las
juventudes musicales comprende, aparte de las reuniones de las
organizaciones, un trabajo de prospección, de elaboración de
programas, la redacción y la organización de una revista
local, una revista nacional, un boletín internacional, la
organización de audición de discos, la organización de una
coral de jóvenes, de una orquesta de jóvenes, la organización
de intercambio de tutores y de jóvenes entre ciudades,
regiones y países, la emisión de audiciones radiofónicas
locales, nacionales e internacionales, la organización de
congresos nacionales e internacionales...", una actividad tan
frenética y exitosa que musicaliza el continente a la par y a
veces antes de que se reconstruya.
El fenómeno de las juventudes musicales excede de este
comentario, pero ya vemos que en el relato de Cuvelier
aparecen grupos musicales como parte del movimiento, y así en
plenos años cincuenta vemos a todo un Hindemith dirigiendo a
una orquesta internacional como antes lo había hecho su primer
mentor, Ígor Markevich, aquel mítico director fundador de
orquestas cuya esfera de actividad llegó hasta la creación de
nuestra Orquesta de la RTVE.
La orquesta mundial es
he- redera de todo esto. En sus 34 años de
existencia ha sido dirigida por nombres que ya son parte de la
historia de la música del siglo pasado, Bernstein, Mehta,
Masur, Menuhim, Marriner, Baudo..., algunos de ellos llegaron
a pasar por sus filas antes como músicos de atril. Josep
Vicent, su actual heredero, cuenta con agrado que el gran
Zubin Mehta fue contrabajista en esta orquesta diez años antes
de convertirse en su director, y que él mismo fue su timbalero
hace diez años, por lo que la coincidencia contiene un
simbolismo casi premonitorio.
Lo que diferencia a esta Orquesta Mundial de Juventudes
Musicales de todas las que la han sucedido es, justamente, ese
carácter mundial. Reúne a jóvenes de más de cuarenta países,
tantos como afiliados a la Federación Internacional de
Juventudes Musicales, lo que la convierte en un instrumento de
intercambio prodigioso. Han actuado en los programas de los
Juegos Olímpicos de Múnich (1972), Montreal (1976) y Barcelona
(1992); estuvieron presentes en el 750º aniversario de la
fundación de Berlín (1987), impregnándose casi del clima que
desembocaría en la reunificación de la ciudad y el país;
volvieron a Alemania en 1998 para recordar el 350º aniversario
de la Paz de Westfalia; y un año después no faltaron a la cita
de Varsovia que recordaba el inicio de la Segunda Guerra
Mundial; en 1998 estuvieron presentes en los actos del
cincuentenario del Estado de Israel, y aún está fresca su gira
por Croacia, Bosnia-Herzegovina, Eslovenia, Macedonia y
Yugoslavia en 2000. Todo ello la ha llevado a ser condecorada
en 1996 con el título "Unesco-Artistas por la Paz".
Su anclaje en Valencia tiene una importancia simbólica
formidable y hay que aplaudir el trabajo de preparación de
esta residencia a los que han pilotado el proyecto, el músico
alicantino Josep Vicent, próximo director artístico
permanente, el gestor y diplomático Juan José Herrera de la
Muela, el apoyo de Juventudes Musicales de España y, desde
luego, la propia comunidad de Valencia que confirma así su
vocación de locomotora musical del país.
En el proyecto presentado, Josep Vicent hace hincapié en la
necesidad de que el rostro de esta orquesta sea mundial, es
decir, que se comprometa con una mundialización de un
repertorio musical que sigue pecando de europeísmo. Y es
posible que existan pocas personalidades capaces de soñar con
tal diseño, sus constantes miradas a África, Asia y América
son el mejor antecedente de que Vicent busca una renovación
integral; si sus modelos de conciertos así lo testimonian, es
lícito esperar que su campo de visión sea el de crear una
institución digna del siglo XXI.
Puede que sea mucho soñar, pero es un sueño que coincide
con los anhelos más profundos de un movimiento que en plena
devastación de la última guerra mundial imaginó que la música
podía curar las heridas más terribles que la humanidad se
había inflingido. Un sueño que, como el mago encerrado en la
lámpara, yace embutido en los límites de una orquesta.
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